Por Carlos Gamerro

“Una curiosa convención ha resuelto que cada uno de los países en que la historia y sus azares ha dividido fugazmente la esfera tenga su libro clásico”, dice Borges en el prólogo de su antología El matrero (Buenos Aires, 1970), nos da a renglón seguido una lista de autores de tales ‘libros nacionales’, Shakespeare en Inglaterra, Goethe en Alemania, Cervantes en España, y concluye: “En lo que se refiere a nosotros, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro”.

En una posdata agregada en 1974 al prólogo de 1944 de Recuerdos de provincia de Sarmiento, repite la idea con mayor severidad: “Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”.

En un prólogo a Facundo, también de 1974, insiste: “No diré que el Facundo es el primer libro argentino; las afirmaciones categóricas no son caminos de convicción sino de polémica. Diré que si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor”.

Y nuevamente en su “Posdata de 1974” a los tres prólogos del Martín Fierro publicados en Prólogos con un prólogo de prólogos: “El Martín Fierro es un libro muy bien escrito y muy mal leído. Hernández lo escribió para mostrar que el Ministerio de la Guerra … hacía del gaucho un desertor y un traidor; Lugones exaltó ese desventurado a paladín y lo propuso como arquetipo. Ahora padecemos las consecuencias”.

¿Por qué esta machacona insistencia de Borges, y por qué en ese momento y no otro? Las fechas lo dicen todo: hacia 1970 ya se avizora el regreso del peronismo al poder, que se concreta en 1973; las organizaciones armadas están activas y la principal de ellas, Montoneros, ya desde el nombre se identifica simbólicamente con los gauchos alzados y hasta con los mazorqueros; hacia 1974, atentados y asesinatos políticos se suceden a diario, y palabras como ‘anarquía’ o ‘guerra civil’ son moneda corriente en la prensa y en las conversaciones cotidianas. Borges deplora este estado de cosas, pero su dedo acusador no apunta únicamente al peronismo. Su insistencia de 1974 tiene todas las características de un mea culpa: siente que le cabe una parte de responsabilidad en la gestación de este despropósito, pues fue él quien, con su mitología de malevos y cuchilleros del suburbio, refrendó y fortaleció esta veneración del Martín Fierro, él quien construyó el mito del ‘culto del coraje’ a partir de elementos dispersos de la gauchesca y ahora, viendo la debacle resultante, se arrepiente y se propone corregirse, como intenta en el “Epílogo” a las Obras completas de —también— 1974, en el cual se define a sí mismo con estas palabras: “Pensaba que el valor es una de las pocas virtudes de las que son capaces los hombres, pero su culto lo llevó, como a tantos otros, a la veneración atolondrada de los hombres del hampa. … Su secreto y acaso inconsciente afán fue tramar una mitología de una Buenos Aires, que jamás existió. Así, a lo largo de los años, contribuyó sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas”.

Desde que la formuló, en aquel momento caliente de nuestra historia, esta idea de Borges ha merecido y sigue mereciendo airadas imprecaciones, más que refutaciones, por parte de quienes se colocan en la vereda opuesta: aquellos alineados en corrientes nacional-populares, revisionistas o antiimperialistas, de derecha o de izquierda. Evaluar estas respuestas, y las de aquellos que se ponen del lado de Borges, me parece en principio menos interesante que examinar la pregunta en sí. Porque tanto ‘facundistas’ como ‘martinfierristas’ aceptan la escandalosa premisa de que un libro puede regir los destinos nacionales y, en lugar de señalarla como absurda e improcedente, se pelean por establecer cuál debe ser ese libro.

* Sudamericana